Utopía
[25-VII-1918; Avanti]
Las constituciones políticas están en necesaria dependencia respecto de la estructura económica, de las formas de producción y cambio. Con el simple enunciado de esa fórmula creen muchos tener resuelto todo problema político e histórico, poder impartir lecciones a diestra y siniestra, poder juzgar sin más los acontecimientos y llegar, por ejemplo, a la conclusión siguiente: Lenin es un utópico, los infelices proletarios rusos viven en plena ilusión óptica, les espera implacablemente un despertar terrible.
La verdad es que no existen dos constituciones políticas iguales entre sí, del mismo modo que no existen dos estructuras económicas iguales. La verdad es que la fórmula en cuestión no es en modo alguno seca expresión de una ley natural que salte a la vista. Entre la premisa (estructura económica) y la consecuencia (constitución política) hay relaciones nada simples ni directas, y la historia de un pueblo no se documenta solo con los hechos económicos. Los nudos causales son complejos y enredados, y para desatarlos hace falta el estudio profundo y amplio de todas las actividades espirituales y prácticas, y ese estudio no es posible sino después de que los acontecimientos se hayan sedimentado en una continuidad, es decir, mucho tiempo después de que ocurran los hechos. El estudioso puede afirmar con seguridad que una constitución determinada no se impondrá victoriosamente (no durará permanentemente) si no se adhiere de modo indisoluble e intrínseco a una estructura económica determinada, pero su afirmación no tiene más valor que el que tienen los indicios genéricos: ¿cómo podría saber, en efecto, mientras se desarrollan los hechos, cuál es el modo preciso según el cual se asentará aquella dependencia? Las incógnitas son más numerosas que los hechos conocidos y controlables, y cualquiera de esas incógnitas es capaz de derribar una inducción aventurada. La historia no es un cálculo matemático: no existe en ella un sistema métrico decimal, una numeración progresiva de cantidades iguales que permita las cuatro operaciones, las ecuaciones y la extracción de raíces. La cantidad (estructura económica) se convierte en ella en cualidad porque se hace instrumento de acción en manos de los hombres, de los hombres, que no valen solo por el peso, la estatura y la energía mecánica desarrollable por los músculos y los nervios, sino que valen especialmente en cuanto son espíritu, en cuanto sufren, comprenden, gozan, quieren o niegan. En una revolución proletaria, la incógnita «humanidad» es más oscura que en cualquier otro acontecimiento. Nunca se ha estudiado, y acaso era imposible estudiarla, la espiritualidad difusa del proletariado ruso, igual que la de los demás proletariados en general. El éxito o el fracaso de la revolución podrá darnos un documento importante acerca de su capacidad de crear historia; por ahora, lo único que puede hacerse es esperar.
El que no espera, sino que quiere formular en seguida un juicio definitivo, se propone otros fines: fines políticos actuales, fines que conseguir entre los hombres a los cuales se dirige su propaganda. Afirmar que Lenin es un utopista no es un hecho de cultura, no es un juicio histórico: es un acto político actual. Afirmar, tan secamente, que las constituciones políticas, etc., no son un hecho de doctrina, es el intento de suscitar una mentalidad determinada para que la acción se oriente de un modo determinado y no de otro.
Ningún acto deja de tener resultados en la vida, y el creer en una teoría, y no en otra, tiene en la acción reflejos particulares: también el error deja huellas, porque, divulgado y aceptado, puede retrasar (no impedir) la consecución de un fin.
Y eso prueba que lo que determina directamente la acción política no es la estructura económica, sino la interpretación que se dé de esta y de las llamadas leyes que rigen su desarrollo. Esas leyes no tienen nada en común con las leyes naturales, aunque tampoco las leyes naturales son datos de hecho objetivos, sino solo construcciones del pensamiento, esquemas útiles prácticamente por comodidad de estudio y de enseñanza.
Los acontecimientos no dependen del arbitrio de un individuo, ni tampoco del de un grupo, aunque sea numeroso: dependen de las voluntades de muchos, las cuales se manifiestan por el hecho de hacer o no hacer ciertas cosas y por las actitudes espirituales correspondientes, y dependen de la consciencia que tenga una minoría de esa voluntad, y de la capacidad de orientarlas más o menos hacia una finalidad común, tras haberlas encuadrado en los poderes del Estado.
¿Por qué la mayoría de los individuos realiza solo determinados actos? Porque los individuos no tienen más objetivo social que la conservación de su propia integridad fisiológica y moral: por eso se adaptan a las circunstancias, repiten mecánicamente algunos gestos que, por experiencia propia o por la educación recibida (resultado de la experiencia ajena), han resultado adecuados para conseguir el fin deseado: poder vivir. Este parecido de los actos de la mayoría produce también una analogía de efectos, da a la actividad económica cierta estructura: así nace el concepto de ley. Solo la persecución de una finalidad superior corroe esa adaptación al ambiente: si el objetivo humano no es ya el puro vivir, sino un vivir cualificado, se realizan esfuerzos mayores y, según la difusión de ese objetivo humano superior, se consigue transformar el ambiente, se instauran jerarquías nuevas, distintas de las existentes para regular las relaciones entre los individuos y el Estado, tendentes a ponerse permanentemente en el lugar de esas para realizar ampliamente el fin humano superior.
El que entienda esas pseudoleyes como algo absoluto, ajeno a las voluntades singulares, y no como una adaptación psicológica al ambiente, debida a la debilidad de los individuos (a su falta de organización y, por tanto, a la incertidumbre acerca del futuro), no podrá imaginar que la psicología sea capaz de cambio y que la debilidad pueda transformarse en fuerza. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre, y entonces se quiebra la ley, la pseudoley. Los individuos salen de su soledad y se asocian. Pero ¿cómo procede ese proceso asociativo? Tampoco es posible entenderlo corrientemente, sino según el inadecuado esquema de la ley absoluta, de la normalidad, y entonces, cuando, por lentitud del ingenio o a causa del prejuicio, la ley no salta en seguida a la vista, se juzga y decreta: utopistas, utopistas.
Lenin es, pues, un utopista, el proletariado ruso, desde el día de la Revolución bolchevique hasta hoy, vive en plena utopía, y hay un despertar terrible que le espera inexorablemente.
Si se aplican a la historia rusa los esquemas abstractos, genéricos, constituidos para poder interpretar los momentos del desarrollo normal de la actividad económica y política del mundo occidental, la ilación tiene que ser por fuerza la descrita. Pero todo fenómeno histórico es «individuo»; el desarrollo se rige por el ritmo de la libertad; la investigación no debe serlo de la necesidad genérica, sino de la necesidad particular. El proceso de causación debe estudiarse de un modo intrínseco a los acontecimientos rusos, no desde un punto de vista genérico y abstracto.
Indudablemente hay en los acontecimientos de Rusia una relación de necesidad, y de necesidad capitalista: la guerra ha sido la condición económica, el sistema de vida práctica que ha determinado el nuevo Estado, que ha dado necesariamente sustancia a la dictadura del proletariado: la guerra que la atrasada Rusia ha tenido que realizar en las mismas formas que los estados capitalistas más adelantados.
En la Rusia patriarcal no podían producirse esas concentraciones de individuos que se producen en un país industrializado y que son la condición de que los proletarios se conozcan entre ellos, se organicen y tomen consciencia de su propia fuerza de clase que puede orientarse a la consecución de un objetivo humano universal. Un país de agricultura intensiva[12] aísla a los individuos, hace imposible una consciencia uniforme y difusa, imposibilita las unidades sociales proletarias, la consciencia concreta de clase que da la medida de las propias fuerzas y la voluntad de instaurar un régimen permanentemente legitimado por esa fuerza.
La guerra es la concentración máxima de la actividad económica en las manos de pocos (los dirigentes del Estado), y le corresponde la concentración máxima de los individuos en los cuarteles y en las trincheras. Rusia en guerra era realmente el país de Utopía: con unos hombres de la época de las invasiones bárbaras, el Estado ha creído que iba a poder llevar a cabo una guerra de técnica, de organización, de resistencia espiritual, actividad solo posible para una humanidad cohesionada cerebral y físicamente por el taller y la máquina. La guerra era la utopía, y la Rusia zarista y patriarcal se ha desintegrado al quedar sometida a la altísima tensión de los esfuerzos que se había impuesto y que le había impuesto el eficaz enemigo. Pero las condiciones artificialmente suscitadas por la inmensa potencia del Estado despótico han producido las consecuencias necesarias: las grandes masas de individuos socialmente solitarios, una vez concentradas en un reducido espacio geográfico, han desarrollado sentimientos nuevos, han desarrollado una solidaridad humana inaudita. Cuanto más débiles se sentían antes, en el aislamiento, y cuanto más se doblegaban al despotismo, tanto más grande fue la revelación de la fuerza colectiva existente, tanto más poderoso y tenaz el deseo de conservarla y de construir sobre ella la sociedad nueva.
La disciplina despótica se evaporó: empezó un periodo de caos. Los individuos intentaban organizarse, pero ¿cómo? ¿Y cómo conservar la unidad humana que se había creado en el sufrimiento?
El filisteo levanta entonces la mano y contesta: la burguesía tenía que reintroducir orden en el caos, porque siempre ha sido así, porque a la economía patriarcal y feudal sucede siempre la economía burguesa y la Constitución política burguesa. El filisteo no ve salvación fuera de los esquemas preestablecidos, no concibe la historia sino como un organismo natural que atraviesa momentos de desarrollo fijos y previsibles. Si siembras una bellota, puedes estar seguro de que no nacerá más que un brote de encina, el cual crece lentamente y no da frutos hasta pasados muchos años. Pero ni la historia es una tierna encina ni los hombres bellotas.
¿Dónde estaba en Rusia la burguesía capaz de realizar esa tarea? Y si su dominio es una ley natural, ¿cómo es que esa ley natural no ha funcionado?
Esa burguesía no se ha visto: pocos fueron los burgueses que intentaron imponerse, y, además, se les barrió. ¿Debían vencer, debían imponerse aunque fueran pocos, incapaces y débiles? ¿Pero con qué santo aceite los habían ungido a esos infelices para que tuvieran que triunfar incluso perdiendo? ¿Es que el materialismo histórico no va a ser más que una reencarnación del legitimismo, de la doctrina del derecho divino?
El que considera a Lenin utopista, el que afirma que el intento de la dictadura del proletariado en Rusia es un intento utópico, no puede ser un socialista consciente, porque no ha construido su cultura estudiando la doctrina del materialismo histórico: es un católico, hundido en el Syllabus. El es el único y auténtico utopista.
Pues la utopía consiste en no conseguir entender la historia como desarrollo libre, en ver el futuro como un sólido ya perfilado, en creer en planes preestablecidos. La utopía es el filisteísmo, tal como lo ridiculizó Heinrich Heine: los reformistas son los filisteos y los utopistas del socialismo, igual que los proteccionistas y los nacionalistas son los filisteos y los utopistas de la burguesía capitalista. Heinrich von Treitschke es el representante máximo del filisteísmo alemán (y los estatólatras alemanes son sus hijos espirituales), igual que Auguste Comte e Hippolyte Taine representan el filisteísmo francés y Vincenzo Gioberti el italiano. Son los que predican las misiones históricas nacionales, o creen en las vocaciones individuales; son todos los que hipotecan el futuro y creen encarcelarlo en sus esquemas preestablecidos, los que no son capaces de concebir la divina libertad y gimen continuamente ante el pasado porque los acontecimientos se desarrollaron mal.
No conciben la historia como desarrollo libre —de energías libres, que nacen y se integran libremente— distinto de la evolución natural, igual que los hombres y las asociaciones humanas son distintos de las moléculas y de los agregados de moléculas. No han aprendido que la libertad es la fuerza inmanente de la historia, que destruye todo esquema preestablecido. Los filisteos del socialismo han reducido la doctrina socialista a la bayeta del pensamiento, la han ensuciado y se vuelven furiosos contra los que, en su opinión, no la respetan.
En Rusia, la libre afirmación de las energías individuales y asociadas ha aplastado los obstáculos de las palabras y los planes preestablecidos. La burguesía ha intentado imponer su dominio y ha fracasado. El proletariado ha asumido la dirección de la vida política y económica y realiza su orden. Su orden, no el socialismo, porque el socialismo no se impone con un fiat mágico: el socialismo es un desarrollo, una evolución, de momentos sociales cada vez más ricos en valores colectivos. El proletariado realiza su orden constituyendo instituciones políticas que garanticen la libertad de ese desarrollo, que aseguren la permanencia de su poder.
La dictadura es la institución fundamental que garantiza la libertad, que impide los golpes de mano de las minorías facciosas. Es garantía de libertad porque no es un método que haya que perpetuar, sino que permite crear y consolidar los organismos permanentes en los cuales se disolverá la dictadura después de haber cumplido su misión.
Después de la Revolución, Rusia seguía sin ser libre, porque no existían garantías de la libertad, porque la libertad no se había organizado todavía.
El problema consistía en suscitar una jerarquía, pero abierta, que no pudiera cristalizar en un orden de casta y de clase.
De la masa y el número había que pasar al uno, de tal modo que existiera una unidad social, que la autoridad fuera solo autoridad espiritual.
Los núcleos vivos de esa jerarquía son los sóviets y los partidos populares. Los sóviets son la organización primordial que hay que integrar y desarrollar, y los bolcheviques se convierten en partido de gobierno porque sostienen que los poderes del Estado tienen que depender de los sóviets y ser controlados por ellos.
El caos ruso se reorganiza alrededor de esos elementos de orden: empieza el orden nuevo.[13] Se constituye una jerarquía: de la masa desorganizada y en sufrimiento se pasa a los obreros y a los campesinos organizados, a los sóviets, al partido bolchevique y a un hombre: Lenin. Esa es la gradación jerárquica del prestigio y de la confianza, que se ha formado espontáneamente y se mantiene por elección libre.
¿Dónde está la utopía de esa espontaneidad? Utopía es la autoridad, no la espontaneidad, y es utopía en cuanto se convierte en carrerismo, en cuanto que se transforma en casta y cree ser eterna: la libertad no es utopía, porque es aspiración primordial, porque toda la historia de los hombres es lucha y trabajo por suscitar instituciones sociales que garanticen el máximo de libertad.
Una vez formada, esa jerarquía desarrolla su lógica propia. Los sóviets y el partido bolchevique no son organismos cerrados: se integran continuamente. He ahí el dominio de la libertad, he ahí las garantías de la libertad. No son castas, son organismos en desarrollo constante. Representan la progresión de la consciencia, representan la organizabilidad de la sociedad rusa.
Todos los trabajadores pueden formar parte de los sóviets, todos los trabajadores pueden influir para modificarlos y conseguir que sean más expresivos de sus voluntades y de sus deseos. La vida política rusa se orienta de tal modo que tiende a coincidir con la vida moral, con el espíritu universal de la humanidad rusa. Se produce un intercambio continuo entre esas fases jerárquicas: un individuo sin formar se afina en la discusión para la elección de su representante en el sóviet, y él mismo puede ser ese representante; él controla esos organismos porque siempre los tiene a la vista, junto a él en un mismo territorio. Así cobra sentido de la responsabilidad social, se convierte en ciudadano activo en la decisión de los destinos de su país. Y el poder y la consciencia se extienden por medio de esa jerarquía desde el individuo hasta la muchedumbre, y la sociedad es como nunca se presentó en la historia.
Tal es el ímpetu vital de la nueva historia rusa. ¿Qué hay en ello de utópico? ¿Dónde está el plan preestablecido cuya realización se hubiera decidido incluso contra las condiciones de la economía y de la política? La Revolución rusa representa el dominio de la libertad: la organización se funda por espontaneidad, no por el arbitrio de un «héroe» que se impusiera por la violencia. Es una elevación humana continua y sistemática, que sigue una jerarquía, la cual crea en cada caso los organismos necesarios para la nueva vida social.
Pero entonces ¿no es el socialismo?,… No, no es el socialismo en el groserísimo sentido que dan a la palabra los filisteos constructores de proyectos mastodónticos; es la sociedad humana que se desarrolla bajo el control del proletariado. Cuando este se haya organizado en su mayoría, la vida social será más rica en contenido socialista que ahora, y el proceso de socialización irá intensificándose y perfeccionándose constantemente. Porque el socialismo no se instaura en fecha fija, sino que es un cambio continuo, un desarrollo infinito en régimen de libertad organizada y controlada por la mayoría de los ciudadanos, es decir, por el proletariado.
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